Doscientos años de extraña existencia
Uruguay se ha caracterizado por tener una historia brumosa, compleja, solemne y vernácula. Sospecho que como la de muchos otros territorios, está plagada de contradicciones y nomenclaturas sin resolver o inciertamente ambiguas. Es así que no hemos resuelto hasta el día de hoy —al menos que yo sepa— si nuestro imponente «nombre» Uruguay significa ‘río de los pájaros pintados’ o ‘río de los caracoles’.
Por otro lado, en 2011, conmemoramos nuestros doscientos años de luchas libertarias, donde emerge la figura —ora colosal, ora doméstica— de nuestro prócer en pensamiento y en acción: José Gervasio Artigas. Quien, lejos de tener un final de laureadas glorias en su tierra, se autoexilió, hasta su muerte, en el Paraguay.
En el florecimiento de estos últimos años de nuevos derechos, de reconsiderarnos como uruguayos y comenzar a olvidar que no debemos ocultar más nuestro color de piel, ni nuestro origen, ni nuestra identidad personal como jóvenes, como viejos, como intelectuales, como científicos, como hurgadores de basura, como padres de familia, como mujeres solas, como homosexuales, como negros, como mulatos… percibimos que no solo vivimos cien años de soledad, sino que nos sumergimos en doscientos años de extrañamiento constante. Reglas absolutas dan paso a nuevos conceptos de nuestra existencia. Podemos reconocer que teníamos ballenas, dinosaurios, pictogramas paleolíticos… Que un uruguayo inventaba el surrealismo y que con su volcánico desaforo de sangre y semen proponía un paraguas, una máquina de coser y una mesa de quirófano que soportarán a uno de los movimientos más poderosos del arte del siglo xx. Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, innegable jerarca de la historia, murió —como nuestro prócer— lejos de la tierra que lo vio nacer, en el anonimato más desgarrador. Y hoy descansa en un vergonzante osario común.
En esta extraña existencia, nuestra columna vertebral —el río Uruguay— es fluida y líquida y vertical. La seccionan conmociones y cemento armado. Un fantasmal frigorífico inglés, una pastera conflictiva e internacional, puentes que hermanan y separan, represas con turbinas babilónicas… han generado fricciones y encuentros, dudas y furias, certezas y aperturas. ¡Bienvenidos al mundo de extraños sueños que es este territorio purpúreo al oriente de un río con pájaros y caracoles!
Enrique Badaró
Alejandro Turell
Glipto
Acuarela sobre papel (mapa del Uruguay)
Medidas: 90 x 120 cm
2012
Apasionado por nuestro pasado —no el reciente, sino el pasado medido en eras geológicas—, Turell nos muestra la megafauna uruguaya, la que pertenecía al robo sistemático del pasado que en otras generaciones se intentó cristalizar. Las hurgaciones de Turell en la vida anterior o contemporánea al origen del Homo Sapiens en Uruguay nos refieren a la revalorización de una identidad poderosa, pura, pero también salvaje. Éramos ya el Uruguay, región en un estado de no racionalidad, de invención, de formas animales ciclópeas y de orgullo patrimonial.
Megaterios y gliptodontes, entre otros, son apenas algunas de las formas que sobreviven hoy en piedra o en hueso transformándose en piedra. La paleontología y el amor por el paisaje que ya no existe se unen en el arte de este artista joven, inquieto e intensamente curioso, que no deja de recordarnos que ya antes de la historia hubo otra, fascinante y convulsionada; que también Uruguay tuvo su Edén.
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