sábado, 17 de mayo de 2008

C14 Cabildo de MVD 2006







Pluma, plomo, petróleo, pájaro.

Friedensreich Hunderwasser, alegre pintor y fiero militante ambientalista, creía que el uso de los materiales fósiles para la combustión interna de los motores y las fábricas implicaba una especie de herejía. En una carta que le enviara a su amigo Minich explicando su participación en la remodelación estética de la planta de calefacción de Spittelau (donde se queman residuos) el artista afirma: “Si se incinera inmediatamente o se entierra (combustión lenta) la enorme concentración de combustibles fósiles formados durante millones de años, y tanto si se incineran los productos derivados del petróleo y del carbón como si no, en cualquier caso el resultado será catastrófico con consecuencias inevitables para las generaciones futuras. Sólo hay una salida: no extraer más combustibles fósiles del subsuelo a partir de ahora.” Interesa señalar el carácter descendente-ascendente de su imaginación dinámica: “La naturaleza ha tardado millones de años en cubrir las sustancias tóxicas que componían originalmente la superficie de la tierra, estamos recreando violentamente aquellas condiciones originales de hace millones de años.” 1
Con más entonación bíblica que precisión científica, Hundertwasser nos sugiere: aquello que la naturaleza ha hecho descender, que el hombre no lo haga subir. Aquí es donde entran los Oil birds de Turell. Los registros televisados de aves agonizando en alguna orilla remota o cercana, empantanada por cierto derrame petrolero (pequeñas olas lustrosas rompiendo cansinamente contra las rocas) pertenecen a la clase de imágenes más increíblemente oníricas que alguien pueda ver despierto. Los socorristas tratan de librar con mangueras y cepillos a las aves de su carga fatal: ellas no pueden hacerlo con el pico, mueren intoxicadas o de frío al afectarse sus mecanismos de impermeabilización. Y sin embargo, las aves aceitosas de Turell no son, como podríamos intuir, aves marinas o de algún lago comunicado al océano: alcaravanes, zancudas, albatros, peltreles, cormoranes, pelícanos o alguna especie de gaviotas. Todo parece indicar que estos seres alados pertenecen, en cambio, a los árboles y las alturas: rapaces menudas parecidas a cernícalos, gordas y abatatadas como codornices, semejantes a calvos caranchos, despistados cóndores chorreando goterones espesos, falsos tordos obligados a negritud. ¿Por qué se detienen en ramas invisibles esperando solemnemente un final triste y conocido? ¿Han bajado por propia voluntad a beber de las oscuras fosas del tiempo o se precipitaron al abismo de su condición híbrida y mutante? Menos que embajadores, dependientes del cielo; subángeles domésticos caídos en desgracia. Tienen un destino plomizo: han puesto sus patas en la sustancia bruna del infierno. Ahora son plausibles de combustión espontánea, no como el fénix precisamente, sino con una ignición artera y para siempre. Este es el signo de nuestro tiempo: la salida final del círculo de lo sagrado, la definitiva claudicación del Año Nuevo.1 Un ave capaz de crepitar observa detenidamente al vacío, busca alimentos inexistentes; melancólica, persiste fuera del tiempo: forma parte de un bestiario ilusorio pero clasificado. Evitarán al cielo el mensaje de su propia consumación. No lloran las aves, sino sus plumas. Su tinta negra termina de escribir la historia sin historia de todos los animales.

Pablo Thiago Rocca

1. Citado por Harry Rand en Hundertwasser, Taschen, 1° ed. en alemán 1998, Madrid, 1998, P. 61
2. “Puesto que el Año Nuevo es una reactualización de la cosmogonía, implica la reanudación del Tiempo en su comienzo, es decir, la restauración del Tiempo primordial, del Tiempo ‘puro’. Por esta razón, en ocasión del Año Nuevo, se procede a realizar ‘purificaciones’ y a la expulsión de los pecados, de los demonios o sencillamente de un chivo expiatorio. Pues no se trata únicamente de la cesación efectiva de un cierto intervalo temporal y del principio de otro intervalo (como se imagina, por ejemplo, un hombre moderno), sino de la abolición del año pasado y del tiempo transcurrido. Tal es, por lo demás, el sentido de las purificaciones rituales: una combustión, una anulación de los pecados y de las faltas del individuo y de la comunidad en su conjunto y no una simple ‘purificación’.” El subrayado es del autor, Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Ediciones Guadarrama, 1° ed. en alemán 1957, Madrid, 1967. p. 79.

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