miércoles, 7 de mayo de 2008
"Rerum Thesauri" Clio Bugel
- De la manía de coleccionar y clasificar
por Clio E. Bugel
Coleccionar objetos raros, de preferencia “únicos”, es algo que hacen los seres humanos desde mucho antes de que esa actitud tuviera un valor estético, económico y científico, y sin duda es también previo a la fiebre clasificatoria y coleccionista que surgió en Occidente en los albores del siglo XVI. El coleccionismo es, ante todo, un rasgo de la personalidad que, luego, con el advenimiento del método científico, pasó a tener un método y una razón muy valiosa de ser. Desde las piezas exóticas y tomadas de la naturaleza que traían los viajeros, y que pasaban a integrar esas primeras colecciones organizadas que se llamaron cámaras o gabinetes de maravillas desde el 1500; hasta la manía más contemporánea y aparentemente más banal de juntar cajitas de fósforos, latas, botellas de Coca-Cola, muñecas, o boletos de transporte colectivo de distintas partes del mundo, la obsesión por juntar y conservar objetos se ha mantenido en el tiempo.
Los objetos coleccionados muestran la diversidad cultural y natural del planeta, el interés del/a dueño/a de la colección por las curiosidades y también su poder económico – ya que o bien viaja mucho, o bien compra mucho a viajeros. Y todo esto se refiere a los/as coleccionistas de objetos comunes, sin tener en cuenta a la categoría de los/as coleccionistas de arte, que forman un grupo diferente y con sus propias características, que hoy ocupan un lugar social, cultural y comercial muy particular.
Aquellos primeros gabinetes o cámaras de arte y de maravillas del siglo XVI, influidos por los eruditos humanistas, que reunían piezas muy diversas – monedas y esculturas antiguas, objetos de culturas lejanas y/o remotas y, por primera vez, objetos naturales – surgieron en las cortes italianas. Después, hacia la segunda mitad del siglo, aparecieron las primeras colecciones privadas, burguesas. A raíz de ello, se vio por primera vez un mueble diseñado específicamente para albergar una de esas colecciones y exhibirla de manera de satisfacer determinados criterios estéticos –ya que todavía no había una metodología desarrollada para la biología, que aún no tenía estatuto de ciencia-, y que servía además para mantenerla sana y limpia. Era el momento histórico de viajes y descubrimientos geográficos, y por lo tanto, también culturales y de historia natural… La cámara de las maravillas constituía un intento de representar la vastedad y diversidad del mundo que se estaba descubriendo, en todo su esplendor y con todo su misterio, aparentemente ordenado, pero realmente caótico.
Después de la manía enciclopedista, el péndulo empezó a irse hacia el otro extremo, y los gabinetes que contenían de todo un poco fueron remplazados, progresivamente, por colecciones de grupos específicos de objetos, según los vaivenes de modas e intereses que se sucedieron a partir de mediados del siglo XVII. El enciclopedismo cedió lugar al interés por profundizar en áreas determinadas del conocimiento. Estaba preparándose el nacimiento de la ciencia moderna, con su característica división en disciplinas y especialidades. Se establecieron criterios de selección, ordenamiento, clasificación y exhibición de las colecciones.
Albertus Seba, boticario de Ámsterdam que dedicó varias décadas a reunir una amplia colección de piezas de la historia natural, decidió hacer un libro que mostrara su tesoro. Para ello encargó las ilustraciones de todos los animales y plantas que tenía en su colección y coordinó la publicación del Locupletissimi Rerum Thesauri Accurata Descriptio en cuatro tomos, entre 1734 y 1765 (dos de ellos, salieron luego de su muerte, en 1736, y sus herederos tuvieron que vender la colección para financiarla). El libro se hizo a partir de 446 planchas de grabado en cobre.
Alejandro Turell, artista de Montevideo, retoma formalmente el Thesaurus de Seba para el catálogo de su exposición y presenta en la sala un supuesto armario de maravillas, junto con una serie de grabados y dibujos, todo en el espíritu de Seba. Y es que Turell reúne en un solo individuo al coleccionista, al proto-científico de historia natural, y al artista que dibuja sus propios objetos. La diferencia más notoria con Seba, en este caso (y por suerte!) es que este inventario no es exhaustivo, sino en parte por inducción, y en buena medida aleatorio – Turell expone y dibuja sapos, mulitas, algún caracol, alguna pieza de madera. Esta selección, abiertamente caprichosa, basada más que nada en lo que el azar le ha ido permitiendo encontrar y lo que le gusta mirar y dibujar, exalta esa vaga sensación de absurdo que solemos tener al observar de cerca cualquier método y argumento clasificatorio. No hay sistema de clasificación, por “lógico” y estudiado que luzca en primera instancia, que no pierda sentido cuando le dedicamos un buen rato de atención.
Jorge Luis Borges, escritor de Buenos Aires, ha señalado esa curiosidad de las clasificaciones con una supuestamente existente Enciclopedia china que ejemplifica con mucha gracia y enorme capacidad de síntesis, el gran absurdo de la razón llevada a su extremo en la manía clasificatoria de los seres humanos. A mayor necesidad de orden y control, mayor irrupción de sinsentido. Así es que dos categorías tan dispares como “los animales que pertenecen al rey” y “los de cuatro patas”, por ejemplo, figuran en un mismo nivel de clasificación, y el grado de fantasía va en aumento, de manera imperceptible, mezclado con el grado de refinamiento intelectual, hasta componer una lista delirante de clases y sub-clases.
No es casualidad que Turell haya seleccionado un poema de Borges para el catálogo y que éste no sea la referencia obligada, el de la enciclopedia china de animales. La intervención de Turell sobre “El otro tigre” es escandalosa: además de tachar y modificar lo que no le conviene - porque su oda es para la mulita, en lugar de para el tigre-, destaca también la repetición, la obsesión y la manía de describir (Borges, en relación a los tigres; Turell, en relación a los armadillos, mulitas, o tatúes).
La repetición, la manía descriptiva y clasificatoria, la obsesión del coleccionismo, la necesidad de juntar objetos, testimonios, testigos de nuestro paso por este mundo. Turell se dedica a mostrar colecciones y clasificaciones de botánico y biólogo amateur desde hace años. Aprovechando su condición de artista, exhibe su fantasía de hombre-de-ciencias-de-antaño como un acto performático, casi ritualístico, como si creyera en la fuerza mágica de la repetición y el deseo ferviente. De hecho, su fantasía se cumple, como en los juegos infantiles: mientras dure esta exposición, se habrá convertido en un coleccionista del siglo XVII, con libro-inventario publicado incluido.
Sin embargo, el eje esencial de la obra de Turell es otro. Se puede paladear la atmósfera enciclopédica y humanista sobre la que habremos leído, o no, reinventada ahora por este artista con un buen grado de obsesión y gracia; se puede disfrutar de una serie de dibujos cuya necesidad conceptual de parecer antiguos es casi mayor, y más importante, que sus cualidades estéticas; se puede entrar en un ambiente bastante escéptico y cargado de simbolismo, para entrar en otra dimensión… Pero vale también la pena recorrer la muestra sin prestar atención a los detalles, concentrándose sólo en captar la guiñada que hace el artista desde el conjunto de objetos expuestos y palabras escritas en el catálogo, para entender algo que no requiere explicaciones. El poder conceptual y metafórico del gesto que hay por debajo y por encima de las “maravillas” expuestas es infinitamente mayor que la encantadora síntesis formal que se encuentra detrás de las vitrinas.
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